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—Pero los señores del concejo no quieren verlos a ustedes.
Así que, ¡fuera de aquí o llamo a la policía!
—Mire, así es como lo queremos
—dijo Carlitos y desenrolló
el papel largo.
—Queremos espacio para jugar —dijo
Camila y desplegó la pancarta.
—¡Que se quiten de ahí! —rugió el
hombre.
—¡La calle es libre! —dijo Cheo. Y se
sentó en el suelo.
—De aquí no nos vamos hasta que
nos oigan —dijo otra niña—. En la bi-
blioteca nos dijeron que el concejo está
aquí para que nos oiga.
En el barrio, las madres estaban preo-
cupadas. No encontraban a sus hijos.
Alguien los había visto salir de la
biblioteca con unos papeles largos.
—¡Ah, caramba! —murmuró el bi-
bliotecario—. Creo que sé dónde están.
En la puerta del concejo el hombre
gordo tenía la cara colorada de tanto gri-
tar, y en las esquinas de la plaza empezó
a congregarse la gente.
Todo pasó muy rápido.
Al concejo llegaron al mismo tiem-
po las madres, el bibliotecario y varios
policías.
—¡Muchachos del demonio! —regañaron las madres—.
¿Cómo se vienen hasta aquí sin permiso?
— ¡Llévenselos! —mandó el hombre gordo a los policías—.
Están perturbando el orden público.
Los policías agarraron los brazos de los niños.