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—Un momento. —El bibliotecario alzó la mano—. ¿Qué pasa?
—Que no nos dejan hablar de nuestro parque —dijo Carlitos.
—Que los van a encerrar, bien encerrados, por malandros
—dijo el hombre gordo. Una madre más gorda y grande que él,
se plantó frente a los niños.
—Ah no, eso sí que no —dijo—. ¡Atrévanse a tocarles un pelo!
Si se los llevan a ellos, a mí también.
—¡Y a mí también! —dijo otra madre.
—¡Y a mí! —gritaron todas.
En la puerta del concejo aparecieron
un concejal, una periodista y el ingenie-
ro municipal.
—¿Qué está pasando aquí? —pre-
guntaron.
—Que queremos un parque.
—Que nos quieren llevar presas.
—Que están alzados.
Todos hablaban al mismo tiempo.
—Dejen hablar a los niños —pidió
el bibliotecario.
—Sí, déjenlos hablar —dijo la perio-
dista y sacó una libretita.
Los niños contaron su historia.
Cuando terminaron, el concejal pre-
guntó al ingeniero:
—¿Hay espacio por allí?
—¡Sí! —contestaron los niños en
coro—. Nosotros sabemos dónde. Los
podemos llevar.