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En esos momentos el príncipe recordó que tenía la leche
en la lumbre y que a lo mejor se estaba tirando. Pero ya no
tenía mucho ánimo como para ir corriendo. De todos modos,
cuando llegara ya no habría leche. Habría que lavar la estufa,
porque sería un cochinero.
Cuando ya más triste estaba, la dama de
compañía se le quedó mirando fijamente
a los ojos para decirle: —Perdone usted mi
imprudencia, pero tengo para usted una
confidencia.
Sin mucho ánimo el príncipe preguntó:
—¿Qué confidencia?
Ella le dijo: —Aunque suene a imperti-
nencia, yo lo quiero a usted para quererlo
con toda mi querencia.
El príncipe, entre entusiasmado y ex-
trañado, preguntó: —¿De dónde nace tal
creencia?
—De la diaria presencia —dijo ella.
—El príncipe se le quedó mirando. Ella
le enseñó el dibujo que el príncipe había
hecho, según él, para la princesa.
La muchacha del dibujo no era la
princesa sino la dama de compañía.
El príncipe le preguntó si ella esta-
ba dispuesta a querer a un príncipe que
tenía que trabajar para ser un príncipe.
Ella le dijo: —Yo trabajo. Tu traba-
jas. Yo no esperaba tener un príncipe,
pero si tú quieres ser el mío, yo seré tu
princesa. Digo, si tú quieres.