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—Te vas a curar, Naomi —le dijo en-
tonces, pero su amiga no le oía ya: se había
quedado dormida.
El muchachito salió del hospital, bebiéndose las lágrimas.
Ni la madre, ni el padre, ni los tíos de Toshiro (en cuya
casa se encontraban temporariamente alojados) entendieron
aquella noche el porqué de la misteriosa desaparición de casi
todos los papeles que, hasta ese día, había habido allí.
Hojas de diario, pedazos de papel para envolver, viejos
cuadernos y hasta algunos libros parecían haberse esfumado
mágicamente. Pero ya era tarde para preguntar. Todos los ma-
yores se durmieron, sorprendidos.
En la habitación que compartía con sus primos, Toshiro
velaba entre las sombras. Esperó hasta que tuvo la certeza de
que nadie más que él continuaba despierto. Entonces, se incor-
poró con sigilo y abrió el armario donde se solían acomodar
las mantas. Mordiéndose la punta de la lengua, extrajo la pila
de papeles que había recolectado en secreto y volvió a su lecho.
La tijera la llevaba oculta entre sus ropas.
Y así, en el silencio y la oscuridad de
aquellas horas, Toshiro recortó primero
novecientos ochenta cuadraditos y luego
los plegó, uno por uno hasta completar las
mil grullas que ansiaba Naomi, tras sumarles
las que ella misma había hecho. Ya ama-
necía, el muchacho se encontraba pasando
hilos a través de las siluetas de papel. Se-
paró en grupos de diez las frágiles grullas
del milagro y las aprestó para que imitaran
el vuelo, suspendidas como estaban de un
leve hilo de coser, una encima de la otra.