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Con los dedos entumidos y el corazón
temblando, Toshiro colocó las cien tiras
dentro de su
furoshiki
y partió rumbo al
hospital antes de que su familia se desperta-
ra. Por esa única vez, tomó sin pedir permiso
la bicicleta de sus primos.
No había tiempo que perder. Imposible
recorrer a pie, como el día anterior, los ki-
lómetros que lo separaban del hospital. La
vida de Naomi dependía de esas grullas.
—Prohibidas las visitas a esta hora —le
dijo una enfermera, impidiéndole el acceso
a la enorme sala en uno de cuyos extremos
estaba la cama de su querida amiga.
Toshiro insistió: —Sólo quiero colgar
estas grullas sobre su lecho. Por favor…
Ningún gesto denunció la emoción de la enfermera cuando
el chico le mostró las avecitas de papel. Con la misma apa-
rentemente impasibilidad con que momentos antes le había
cerrado el paso, se hizo a un lado y le permitió que entrara:
—Pero cinco minutos, ¿eh?
Naomi dormía.
Tratando de no hacer el mínimo ruidi-
to, Toshiro puso una silla sobre el buró y
luego se subió. Tuvo que estirarse a más no
poder para alcanzar el cielorraso. Pero lo
alcanzó. Y en un rato estaban las mil grullas
pendiendo del techo; los cien hilos entre-
lazados, firmemente sujetos con alfileres.
Fue al bajarse de su improvisada escalera
cuando advirtió que Naomi lo estaba ob-
servando. Tenía la cabecita echada hacia un
lado y una sonrisa en los ojos.