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—Son hermosas, Tosí-can… Gracias…
—Hay un millar. Son tuyas, Naomi. Tuyas
—y el muchacho abandonó la sala sin darse
vuelta.
En la luminosidad del mediodía que ahora
ocupaba todo el recinto, mil grullas empezaron
a balancearse impulsadas por el viento que la
enfermera también dejó colar, al entreabrir
por unos instantes la ventana. Los ojos de
Naomi seguían sonriendo.
La niña murió al día siguiente. Un ángel a
la intemperie frente a la impiedad de los adul-
tos. ¿Cómo podían mil frágiles avecitas de
papel vencer el horror instalado en su sangre?