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BLOQUE II
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La barda de la escuela no era muy alta. Ya la
habían saltado otras veces, cuando la pelo-
ta de futbol con la que jugaban salía volan-
do hacia la calle. No sería difícil brincarla
de afuera hacia adentro si la habían saltado
tantas veces de adentro hacia afuera. Claro,
no era lo mismo porque lo hacían con la
ayuda de seis amigos. Ahora sólo eran dos.
Además, Mariano estaba muy flaco y no te-
nía fuerzas.
Pero ya estaban ahí.
La escuela frente a ellos, en penumbra,
parecía extraña. Se oían ruidos del viento y
el clima invernal calaba los huesos. Se fue-
ron por la parte de atrás, por donde están
los botes de basura.
De repente, se escuchó un ruido, un rui-
do agudo…
—¿Quién es? —preguntó Roberto, con
voz temblorosa. Sólo un chillido y ninguna
otra respuesta; pensó que sería una rata—.
A veces hay ratas en la basura —dijo para
calmar los nervios, que ya se le estaban po-
niendo de punta.
Trató de hacerse el valiente y volteó un
tambo para trepar por él.
Anda, Mariano, no creas que yo voy a
hacer todo, al fin y al cabo, la tarea es de los
dos.
Mariano estaba lívido. Los chillidos
continuaban y a él no le importaba que fue-
ran de una rata, igual sentía miedo. Cerró
los ojos y le tendió la mano a Roberto.
—Jálame, a ver si puedo subirme.
—No te pongas duro. El que me va a ja-
lar eres tú.
.. ¡Me vas a tirar! ¡Zopenco!
El silencio era mayor aún que la oscuri-
dad, pero se oían voces.
—No pueden ser de nadie. En la noche
no hay nadie en la escuela…
—Son voces de niños.
.. pero ¡los niños
están en su casa haciendo la tarea! ¡Vámo-
nos, Roberto! ¡Tengo mucho miedo!
—¡No seas miedoso, ya estamos aden-
tro! Dame tu mano y vamos hacia el salón.
Poco a poco recorrieron los pasillos y lle-
garon a su salón.
—Busca en tu pupitre.
—No lo encuentro, es-
tán todos amontonados
acá atrás y no sé cuál
es el mío. Hay muchos
ruidos… Me quiero salir de aquí.
De repente, una tenue luz iluminó el am-
biente y se oyeron pasos, llaves y palabras.
—¡Al ladrón! ¡Al ladrón! —dijeron las
voces y alguien tomó a Roberto por la es-
palda, otro amagó a Mariano, tapándole la
boca—. ¡Silencio! ¡Agáchense!
Una filosa navaja se acercaba al cuello
de Roberto. Mariano se dio cuenta. Con
los ojos desorbitados, miraba que la navaja
se movía sola, pues no se veía que alguien
la empuñara. Estaban inmovilizados y la
navaja se movía amenazante en el cuello
de Roberto.
—¡Al ladrón! —se volvieron a escu-
char las voces. Roberto trató de calmarse.
¡Cómo puede haber voces si no hay nadie!
Quiso voltear.
Algo lo detenía. Entonces, sintió una cá-
lida sensación que recorría sus pantalones.
—¡Mi madre! ¿Cómo voy a explicar lo
que pasó? No llores, Mariano, no va a pa-
sar nada.
—¡Cállate! Me pones peor. No puedo
moverme. Alguien me está deteniendo,
pero no veo a nadie, sólo lo siento.
—¡Cállate, por favor! —gimió Roberto,
quien también estaba a punto de soltar el
llanto.
—¡Vámonos! —suplicó Mariano—. Ya
no me importa reprobar.
—¡Alguien me agarra los pies y no pue-
do moverme!